"Es el crimen más cruel de todos los tiempos y merece
ser castigado por la muerte". La Crónica, 15 de setiembre de 1954.
En la mañana del 8 de setiembre, dos jóvenes
estudiantes que recorrían la quebrada de Armendáriz quedaron pasmados
ante un sobrecogedor hallazgo.
El cuerpo sin vida de un niño de tres años, con
huellas de haber sido golpeado en la cabeza, se encontraba en una
covacha de Barranco. El horror se divulgó rápidamente por las calles. El
lugar se colmó de policías, periodistas y curiosos. Un hombre de mediana
estatura, delgado y de bigotes ralos se acercaba. Era el albañil Abraham
Hidalgo. Desde la noche anterior estaba buscando a su pequeño hijo Julio
Hidalgo Zavaleta.
Se abrió paso entre el tumulto. Ya cerca, solo su
grito de dolor despertó la avidez de los reporteros y de los detectives.
Era su hijo.
Al día siguiente, los canillitas voceaban titulares
de los diarios que divulgaban el crimen de la quebrada. En las radios el
crimen era motivo de comentarios que se repetían en buses, esquinas y
bodegas.
Todos exigían a la Policía la captura del homicida.
Los padres de familia temían por la suerte de sus hijos. Decenas de
guardias civiles y republicanos se desplazaban por las calles
barranquinas indagando y buscando una pista para dar con el criminal.
Hubo redadas en bares, billares y en cantinas del hampa limeña. La
población comenzó a presionar: quería un culpable.
"Era un sujeto negro y alto... me compró 20 centavos
de turrón para el niño. yo lo puedo reconocer". El turronero Ulderico
Salazar.
Días después, un vendedor de turrones de nombre
Ulderico Salazar Bermúdez se convirtió en el principal testigo. Aseguró
a los agentes que había visto a un individuo de raza negra que se
llevaba al niño por la quebrada de Armendáriz.
De inmediato, numerosos individuos sin oficio fueron
arrestados. Salazar, ante una decena de detenidos, apuntó a Jorge
Villanueva Torres, un vago de 35 años.
Salazar declararía después a la prensa: "Logré
identificarlo porque tenía un dedo torcido, como el hombre que me compró
el dulce para Julito". Desde ese momento, Jorge Villanueva Torres,
conocido como el 'Negro Torpedo' fue bautizado por la prensa nacional
como el 'Monstruo de Armendáriz'.
"Yo he cometido muchos delitos... he sido un hombre
malo... pero este, este crimen no me pertenece". Jorge Villanueva
Torres.
Aunque el 'Negro Torpedo' clamó por su inocencia,
ningún favor le hacían los numerosos atestados policiales que tenía por
vagancia y robo. Su pasado desordenado y marginal influyó para
desacreditar cualquier alegato de inocencia.
En las calles de Lima, la gente exigía que le
aplicaran la pena de muerte. Hubo una manifestación pública por las
calles de Barranco, donde vivían los familiares de la víctima. "Muerte
para el monstruo", gritaban los vecinos.
La tarde del 14 de setiembre, un puñado de detectives
informó a sus superiores que Jorge Villanueva había admitido ser el
autor del crimen. Fue confinado en la Penitenciaría Central, una cárcel
situada en aquel entonces en el Paseo de la República. Los diarios y las
radios seguían azuzando el fuego del odio colectivo contra Villanueva.
Debía morir.
"La ley es dura, pero es la ley". Leonidas Velarde
Álvarez, fiscal de la Corte Suprema.
El juicio fue cubierto con amplitud por los diarios
limeños. Los curiosos se agolpaban cada mañana al pie del Tercer
Tribunal Correccional. La defensa de Villanueva fue asumida en el tramo
final por Carlos Enrique Melgar, un joven abogado sanmarquino, que trató
de demostrar que su cliente no era el culpable.
Pero el testimonio del turronero fue demoledor. Juró
que Villanueva era el hombre que llevaba al niño a la quebrada.
Villanueva se defendió como pudo. Afirmó que los
policías lo habían obligado a autoculparse. Nadie creyó en su palabra,
pues durante la audiencia mostró ser un tipo rebelde, díscolo,
conflictivo y contestón.
El 7 de octubre de 1956 fue llevado por última vez al
Palacio de Justicia. Después de dos años de juicio en el Tercer Tribunal
Correccional decidió emitir su fallo: la pena de muerte.
De pronto, las ventanas de la sala fueron quebradas
por un golpe. Villanueva estalló en ira.
Trató de agredir a los magistrados. Fue maniatado.
Luego, con voz quebrada, el sentenciando insistió en su inocencia. En
diciembre de 1957 la Segunda Sala de la Corte Suprema inició la revisión
de la condena. Pero todo fue inútil. Los vocales decidieron ratificar la
pena.
El fallo decía a la letra: "Con inequívoca certeza de
que es agente responsable de excepcional peligrosidad y conducta
inmodificable se reclama la más severa sanción".
"Yo creo que el final es la hora de la verdad".
Monseñor Guillermo Babilón, capellán de la Penitenciaría Central.
Al amanecer del 12 de diciembre de 1957, la sentencia
iba a ser ejecutada. Miles de personas se arremolinaran ante la
Penitenciaría Central. A las 5 y 25 de la mañana, cinco vigilantes
arrastraron a Villanueva hasta el paredón. Fue atado a un poste de tres
metros de altura. Ocho guardias lo esperaban con sus fusiles en mano. Se
dice que mientras el oficial impartía órdenes marciales, el condenado
exclamaba: ¡Soy inocente!
A las 5:36 de la mañana, una descarga lo silenció.
Afuera, algunas mujeres lloraban, mientras los
hombres comenzaban a preguntarse si de verdad Villanueva era el temible
'Monstruo de Armendáriz'.
Cuando los reporteros preguntaron al capellán si un
hombre podía mentir estando a un paso de la muerte, el religioso
contestó: "Yo creo que el final es la hora de la verdad". Con estas
palabras crecieron las dudas.
Días después, en una entrevista a Ulderico Salazar,
el testigo más importante del proceso, el turronero dijo: "Espero que la
sociedad me dé un trabajo estable para mantener a mis tres hijos".
El diario La Prensa informó que Salazar se había
contradicho más de 30 veces durante el proceso. Las dudas en torno a la
culpabilidad de Villanueva han dejado un sabor a remordimiento sobre la
pena capital para uno de los delitos más horrendos.